lunes, 17 de octubre de 2011

ZAPATOS DE TACÓN

Fui una niña de educación tradicional. Me decían que las niñas buenas obedecen a los mayores, que la familia lo es todo y que si me pegaban lo hacían por mi bien. Se me enseñó a no discutir, a no cuestionarme nada y a someterme a la voluntad de los que tenían mas experiencia y conocimiento que yo. Jamás salía de la influencia de mi familia. Vacaciones con los abuelos, Navidades con los tíos y los primos...hasta los 16 años ese fue todo mi mundo.

Una de esas personas a las que yo debía respeto y obediencia era mi tío. Me llevaba 18 años y era soltero, divertido, y de absoluta confianza. Vivía en una ciudad diferente a la nuestra, junto al mar, y aquel verano íbamos a ir en agosto a pasar unos días con el.
No recuerdo muy bien cual fue el motivo, pero me vi en un tren sola, camino de su casa tres semanas antes que el resto de la familia, muy contenta, me encantaba la playa y me sentía afortunada.

Los primeros días fueron muy divertidos...playa, cine, paseos por la ciudad. Incluso me llevó por primera vez en mi vida a una discoteca que conocía y me dejaron entrar aunque era menor. Para que no llamara mucho la atención me compro unos zapatos con un poco de tacón. Esa noche me arreglé un poquito, con rímel y brillo de labios y me sentí mayor. Me pidió que dijera a sus amigos que tenia 21 años.
Entonces llegó el desastre.
Habíamos ido a la playa por la tarde. Tumbados en la arena empezamos a contar chistes. El tono de sus historias empezó a subir de nivel y de allí pasó a contarme historias intimas suyas. Se interesó por mi vida. Quería saber si yo tenia novio, si le besaba, hasta donde había llegado.

Sobre ese tema tenia muy poco que contar, solo había tenido una relación de dos meses con el hermano de una amiga que terminó cuando él descubrió que se divertía mas jugando al fútbol en su calle. Tenia también 16 años y mucho interés por que nos diéramos nuestro primer beso. Me acompañaba a casa a la salida del colegio y se quedaba en la esquina para que mis padres no nos vieran juntos.
Por la noche, mientras dormía, mi tío entró en mi habitación y me despertó. Estaba raro, nervioso, descalzo y solo llevaba un pantalón de pijama, de esos antiguos que llevan botones y que nunca nadie abotona. Odio ese tipo de pantalones.

Siguió contando chistes muy subidos de tono y en un movimiento rápido, entró en mi cama, y en mi.
Mi garganta quedó congelada. De alguna manera, conseguía susurrar "no, por favor" entre lágrimas, pero el actuaba como si no oyera nada.
Unos minutos después volvió a su habitación y me quedé allí sola, llorando. Fue una noche muy larga y muy dura. Jamás he vuelto a pasar tanto miedo.
La historia se repitió durante las noches siguientes, aunque entonces el ya empezó a tomar precauciones: compró preservativos.
De esas semanas conservo la desconfianza, la falta de sentido de familia, el rencor y la imposibilidad de perdonar.
Sufrí anorexia, depresión y mis resultados en el colegio bajaron de forma alarmante. Perdí mucho peso, y en su ignorancia, mi madre intentó hacerme comer a tortazos. Me tiraba del pelo hasta que abría la boca y me metía la comida a la fuerza. Pensaba que eran tonterías de niñas, que solo quería adelgazar y nunca se imagino qué era lo que de verdad me estaba destrozando.
Empecé a temer cada fiesta, cada verano, cada acontecimiento que solíamos celebrar con la familia. Cuando pude reunir la fuerza suficiente para contárselo a mis padres dos años después, me encontré con un muro. Su mayor preocupación fue que nadie lo notara, que los trapos sucios se lavan en casa y que no nos quedaba otra opción que seguir tratando con el. La familia era sagrada, y de todas formas, vivía a muchos kilómetros.
Y cuando yo empezaba a salir del pozo, ya con veinte años y una relación nueva, la única relación en cuatro años, la primera relación de mi vida después de esta historia, mi cerdo volvió a dar señales de vida.

Tenía que pasar una semana en mi ciudad por motivos de trabajo y pensaba venir a visitarnos. Es increíble como el miedo nos hace oír y oler el pasado, y volví a no dormir, a no comer y a llorar a solas.
El día de su visita estábamos todos en casa. Sonó el timbre y fui yo a abrir la puerta. Al verlo algo explotó en mi. Algo dijo que esta vez yo era la fuerte y el era un cerdo, y que no iba a entrar en mi casa, que no iba a permitirle nunca acercarse a mí ni a mi familia.

Le llamé sinvergüenza, asqueroso y le amenace. Lo recuerdo todo con claridad. Fue mi minuto de gloria. Me siento orgullosa de mi misma.

No se que es lo que vio en mi, pero su cara cambió. Empezó a demostrar miedo y eso me dio mas alas. Me sentí crecer y pude detener mis temblores. El era el abusador y yo ya no era su víctima. Sin pensarlo dos veces le di un empujón y le dije lo que había guardado dentro de mi los últimos cuatro años. Luego cerré la puerta y le dejé allí con su ridícula bandejita de pasteles. Nunca mas se ha acercado a mi.
Me quedé tras la puerta, asustada y asombrada. Con miedo, por si volvía a llamar al timbre. Emocionada, porque pude ver que nunca mas iba a tener que soportar sus manos asquerosas y sorprendida, no sabia que dentro de mi hubiera crecido tanta fuerza.
Esta fuerza nunca mas me ha abandonado. Ahora, a mis 46 años soy madre, una madre-leona, que no dudaría en despedazar a cualquiera que pusiera sus malas intenciones sobre mis hijos, esposa feliz y persona. Tengo mis secuelas, como todos, y las sobrellevo lo mejor que puedo, pero tengo claro que yo soy la víctima y él es un cerdo.

RELATO DE UN SOBREVIVIENTE

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