lunes, 31 de octubre de 2011

BALANCEAR LA ECUACIÓN.

Existe una secuela que mucha gente ajena a esta realidad no comprende: la culpa, sentirnos culpables.

La culpa es una condena a cadena perpetua que nos han impuesto en nuestra infancia, y creo que no hay forma de rebajarla. Yo al menos no me veo capaz.

En general, me siento culpable de todo lo negativo que ocurre alrededor. Si las cosas salen bien, siempre es por los méritos de los demás, y si me dan la enhorabuena por algo que he hecho me siento muy avergonzada. Creo que no lo merezco.

Sin embargo, si las cosas salen mal me da la sensación de que no he hecho lo suficiente o que la culpa es mía… y espero resignada que los demás me reprochen lo inútil que soy.

Pero creo que la culpa se instaura en nosotros desde el inicio de los abusos precisamente porque aún estamos formando nuestra mente, nuestros principios, los parámetros que nos dirigirán en el futuro.

Creo que nos sentimos culpables porque desde el principio, en tu infancia, te enseñan que si te portas mal te castigan. No necesariamente un castigo físico, puede ser dejarte sin postre, o sin tu juego favorito, pero como es algo que no te gusta lo asocias. Y aprendes el binomio:

Eres malo, te portas mal : te mereces un castigo.

Acción y consecuencia.

Y ahí entran en juego los abusos. Me están haciendo algo que no me gusta, a veces incluso con dolor, por lo tanto, a falta de una explicación, nuestra mente infantil completa la ecuación, despejando la incógnita: si me castigan, es porque soy mala persona. Balanceamos la ecuación para que nuestro interior, nuestra psique lo acepte. Y ahí, de manera siniestra se tatúa la culpa, bajo la piel, bajo la carne, sobre el alma.

Y lo peor de todo es que tengo la sensación de que esa culpa es como la energía, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.

En mi infancia, durante los abusos, me sentía culpable de una manera indefinida, vaga, sin ser consciente de ello porque ni siquiera conocía el término. La había asumido porque completaba la ecuación.

La primera vez que fui consciente de ser culpable, fue cuando le conté a mi madre por primera vez lo que ocurría. Y el recuerdo es desolador: estábamos en la cocina mi madre, mi hermana y yo. No recuerdo como se lo dije, pero aun tengo muy presente su reacción. Las dos mujeres se miraron y mi hermana dijo algo que yo no entendí, y mi madre se enfadó. Me dijo que la culpa era mía por estar con él, que solo tenía que decirle que no, y me levantó de la mesa diciéndome que fuese con ella a confesarme, que era un pecado muy grande lo que estaba haciendo. Me asusté mucho.

Después, más calmada, me lo explicó con tranquilidad mientras me ayudaba a ponerme mi abrigo. Me dijo que rezara mucho por mi padre porque estaba cometiendo un gran pecado, y no era capaz de ceder ante la tentación. Que yo debía ser fuerte por los dos, que mi sacrificio sería recompensado. Aún no sé si el sacrificio debía ser dejar que me violara o decirle que no lo hiciera. O tal vez el sacrificio era rezar más… Ese día no me atreví a confesar al cura lo de mi padre. Llevaba tanto tiempo sucediendo que pensé que me echaría de la iglesia a patadas, por hereje. Muchas veces pensé que la situación fue in crescendo por no contarlo al sacerdote en esa ocasión.

Y desde entonces, mi madre me lo recordaba cada vez que íbamos a misa. Pero me lo recordaba de una manera extraña, porque yo no le decía nada y aún así me pedía que rezara por mi padre y por mí. Recuerdo sentirme muy confusa con lo que ella me decía porque no la entendía, y el sacerdote que oía mi confesión nunca decía nada. Sólo me escuchaba y me imponía la penitencia. Dos o tres Ave maría y un Padrenuestro. Yo solo pedía a Dios que por favor aquello terminara, que me ayudase de alguna manera. Y al ver que la situación no mejoraba, di por hecho que yo era la responsable. Un castigo divino.

Después, en el periodo inmediatamente posterior mantuve la culpa en un segundo plano. La disfracé de auto maltrato, de baja autoestima, de no quererme, de verme sucia. Y con la culpa bajo toda esa montaña me dediqué a quemar mi vida como la leña del cobertizo que a lo largo del invierno se consume en la chimenea. No me quería nada, me importaba todo un comino y esperaba que algo acabase conmigo, ya que yo no había conseguido quitarme la vida, cumpliendo sentencia por ser culpable de seguir viva.

Y cuando empecé a ser consciente de lo que había ocurrido, la culpa volvió a mí con más fuerza que nunca, porque me vi culpable de todo. Y creí firmemente que yo era lo más asqueroso del mundo al haber consentido. Más que eso: llegué a creer que yo provoqué esa situación, y me sentí despreciable por haberme metido en su cama, por haber reído sus cosquillas, por no haberle dicho “no”. No pensé que me lo habían hecho, asumí que lo hice yo. Tomé el papel protagonista, el de la persona que lleva la iniciativa.

Entonces la culpa engordó y aumentó de tamaño. Porque además de verme responsable de los abusos, la madurez me hizo ver todas y cada una de las barbaridades que había hecho durante los años oscuros, y me hice responsable de ellas, porque ya no tenía a quien culpar de lo que había hecho, ni siquiera de manera colateral.

Hace poco hablando con una víctima de abusos, nos planteábamos el tema de la culpa. Me decía que se sentía fatal porque disfrutó de muchos buenos momentos con su agresor cuando no había abusos. Llegó incluso a “anestesiar” de alguna manera esas agresiones, para poder separar una cosa de otra. Yo me he sentido tremendamente avergonzada y culpable de que alguna vez mi cuerpo disfrutara. He leído a otros supervivientes que veían a sus agresores como dos personas distintas. El pariente cariñoso, que los trataba de manera muy especial y el monstruo que de vez en cuando tomaba el control de esa persona para perpetrar los abusos. De esa forma le descargaban de la culpa, pues era como si esa persona que los agredía fuera víctima de una “posesión”.

Yo no sentí esa dualidad en mi padre. Recuerdo disfrutar de su buen humor, de las excursiones por la montaña donde nos sometía a grandes caminatas que a mí me encantaban, pero siempre tuve presente que era él. Que en cualquier momento nos podíamos quedar a solas y nada cambiaría. Ni siquiera tengo la sensación de que fingiera cuando había más gente alrededor. Para mí, el Monstruo, siempre fue autentico, real. Pero siempre le aprecié. Y eso me hunde. Me hace sentir que yo soy horrible por querer a alguien capaz de hacerme el daño que me hizo. Y me odio por ello, me hace sentir culpable.

Durante años me negué a reconocer que alguna vez le quise. Dicen que la línea que separa el amor del odio es muy fina. Yo la piso desde hace ocho o diez años, después de que le vi por última vez. La oración para el diablo empecé a escribirla en esos momentos. Pero incluso hoy, que siento más resentimiento por lo que me hizo, aún me queda algo de aprecio por él.

A veces hasta me cabrea pensar así y me entran ganas de romper algo. Porque me siento como una puta. A veces creo que mi padre fue mi cliente, porque accedí a sus abusos a cambio de que me dejara volver con mis Padrinos, y fue mi proxeneta al proteger el secreto. Y esa sensación de haber sido su puta durante años me desarma, me quita argumentos para acusarle, y de nuevo me hace sentir culpable.

Aún me culpo. Aun no sé donde se traza la línea que separa lo que hizo mi padre y lo que hice yo. Aún no sé repartir las cartas. Ahora la culpa viene por oleadas. Hay días en los que me culpo porque mi cuerpo reaccionó ante los estímulos. Hay días en los que me culpo por lo que hice en mis años oscuros. Hay días en los que me culpo de no haber hablado primero. Hay días en los que me culpo de distanciarme de mis Padrinos. Hay días en los que me culpo de haber dilapidado mi futuro. Hay días en los que me culpo de querer a mi padre y al resto de mi familia biológica. Hay días en los que me culpo de no enfrentarme a mi padre. Hay días en los que me culpo de no haberle dicho “no” cuando me llamaba. Hay días en los que me culpo de haber sido yo la que acudió a su lado cuando ni siquiera me había llamado. Y hay días en los que me culpo de ser un fraude, una farsa, un engaño tan perfecto que nadie se da cuenta de que soy todo fachada, como un árbol muerto podrido en su interior.

Mis recuerdos recurrentes, las pesadillas, las depresiones, las disociaciones, la sensación de estar loca o de no controlar mi vida me han hecho mucho daño, pero la culpa también ha estado siempre ahí, a veces de forma subliminal, a veces más presente, pero sigue ahí, y creo que es, junto a la autoestima, el lastre que más me impide avanzar.

La edad te enseña a racionalizar la culpa. Yo ahora sé de manera sensata que no soy culpable, pero mi subconsciente todavía no lo sabe y aún busca como esconder esa mancha. Y como en el relato de Edgar Alan Poe, la culpa me corroe por dentro pero sin atreverme jamás a revelar el secreto, escuchando el corazón delator bajo el suelo delante de todos y preguntándome: ¿pero no lo oyen? ¿pero acaso no lo oyen?

1 comentario:

  1. Hasta el día de hoy estaba segura que lo que me mantenía estancada era el miedo, después de leer tu compartir descubro con dolor y si es posible con alivio, que ha sido y es la culpa. Con alivio porque ahora le he identificado, podré trabajarla en mi proceso y empezar a perdonarme.

    Quisiera no entender tan bien todo lo que escribiste, quisiera no sentir como si fue escrito sabiendo mi historia, cómo duele reconocerme en ella y el pensar que muchas(os) lo harán es profundamente doloroso.

    Espero que como a mi, tu compartir, les sea de mucha ayuda, prefiero pasar el resto de mi vida batallando mis monstruos que pretender que nunca pasó, como le gustaría a mi familia que hiciera, pero sucedió, no fue idea mía, no estoy loca, ni fue mi culpa.

    Te estoy profundamente agradecida por esta entrega de tu alma, ponerla al descubierto así como lo has hecho es digno de admirar, que coraje tienes, me despido deseándote una vida sin culpa Némesis, para vos, para mí, para todas y todos los sobrevivientes. GRACIAS

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